No suelo ver mucho la televisión, pero en ocasiones, cuando la enciendo, me encuentro zappeando por todos los canales con programas en los que se destripa la vida y hazañas de famosos, famosotes y famosillos.
Y me planteo la pregunta del millón: ¿qué es más importante, el derecho a la intimidad o la información al público?
Todos tenemos algo de “voyeurs” y nos encanta estar al tanto de lo que hacen y deshacen los personajes de la prensa rosa, la cultura, la política, o los medios de comunicación : disfrutamos morbosamente contando los divorcios del cantante de turno, las borracheras de nuestro actor favorito, o las peleas del escritor de moda… Tal vez porque ver sus miserias nos reconcilia con nuestras faltas y nos consuela de nuestra envidia. Nos damos cuenta que, al fin y al cabo, son humanos como cualquier hijo de vecino, con sus debilidades, sus vicios, y sus desgracias, y que ni el dinero, ni la fama, ni el glamour los libra de las preocupaciones y el sufrimiento.
El problema llega cuando se traspasa la línea de la curiosidad, y dejamos de “ver y callar” para comenzar a “ver y criticar”. En lugar de limitarnos a “limpiar” nuestra conciencia, nos convertimos en jueces con dedo acusador de la paja en el ojo ajeno; y deja de importarnos si el cantante tuvo éxito en su último concierto, o si el actor interpreto magistralmente su papel, o si el libro de ese escritor es un nuevo best seller.
Creo que es en ese momento cuando se rompe el equilibrio entre la balanza de la vida privada y la pública. Cuando nos interesamos más por la rutina del interior de sus moradas que por el trabajo que realizan, que es lo que debería ser público ¿no?
¿Qué tal le sentaría a un currito cualquiera que su jefe le baje el sueldo porque se ha enterado que no le hace bien el amor a su mujer? Pues igual de absurdo es que nos guste o deje de gustar un disco, una película o una novela porque su protagonista sea borracho, bajo, comunista, gay, sordo o prepotente. O porque sea guapo, comedido, fiel, generoso, simpático y buen amante.
Y lo peor es que cada vez que decimos “esa es una puta”, “aquél se pasa el día puesto”, “no gana para operaciones de cirugía”, "es un bastardo rojo", "un chulo que ni sabe escribir"… sea o no verdad, estamos haciéndole daño a esa persona y los que la rodean, cebándonos en sus defectos para no mirar los nuestros. Y sí, es cierto que hay personajes que se venden ellos mismos por un puñado de euros; pero no es menos cierto que, amparándonos en esos ejemplos de gente sin dignidad pagan justos por pecadores.
¿Qué tal si antes de convertirlos en diana nos ponemos por un segundo en su lugar? ¿Por qué no opinamos de su trabajo y sí de sus medidas, sus parejas, sus casas o sus familias? Es muy fácil criticar, y demasiado fácil también olvidar que los personajes públicos no son muñecas de trapo con cuyos sentimientos se nos permita jugar.