sábado, octubre 21, 2006

Sumando verdades, restando mentiras...

No deja de sorprenderme la arrogante capacidad que tiene el ser humano para creerse el centro del universo y convertirse a si mismo en la medida de todas las cosas.

Supongo que es lo lógico, pero no se si os habéis fijado en que pensamos siempre en términos relativos a nuestro paso por el mundo: cuando miramos al pasado o al futuro lo hacemos con la perspectiva de nuestro presente. Criticamos por ejemplo el trato a la mujer en la edad media desde nuestra sociedad de igualdad de géneros o derrochamos los recursos naturales sin tener en cuenta las generaciones del mañana, sin pararnos a pensar cual seria la opinión de esas mujeres en el medioevo o de que van a vivir nuestros nietos…

Y del mismo modo, admitimos o no la posibilidad de ciertas cosas basándonos en nuestros conocimientos actuales. Si esos conocimientos dicen que algo no pudo hacerse en el pasado, automáticamente negamos que fuese hecho o buscamos un “agente exterior” cuando la evidencia muestra que si se hizo; si nos encontramos con algo imposible según la ciencia, automáticamente negamos que exista o lo achacamos a una “equivocación” de nuestras percepciones. Pero, ¿y si hubo una forma de hacerlo que se perdió en el tiempo?, ¿y si resulta que la ciencia aun no ha encontrado todas las explicaciones posibles?

Sin embargo, nos atrevemos a negar o afirmar tajantemente algo, sin fijarnos en que la ciencia, o el conocimiento en general, es un ente “vivo” que como todo ser tiene un pasado, presente y futuro, y que no se puede juzgar uno solo de esos momentos sin tener en cuenta las implicaciones de los otros dos.

No podemos desplazarnos al pasado y contarle al señor feudal que sus campesinos tienen los mismos derechos que él, porque eso es algo que hemos aprendido y asimilado gracias a una serie de hechos sucedidos que nos lo han mostrado; y tampoco podemos visionar el futuro sin llevar con nosotros la capacidad para imaginar y aceptar lo que nos encontremos porque, de no ser así, nos quedaríamos varados.

En otras palabras, no podemos ir al 1 desde el 3 saltándonos el 2; ni alcanzar el 5 sin haber pasado antes por el 4. Solo si tuviésemos en nuestras manos la progresión completa del 0 al 9 podríamos atrevernos a contar, pero como siempre habrá un número más que añadir a la cuenta más nos valiera que fuésemos precavidos a la hora de jugar con las matemáticas de nuestro mundo, y respetásemos la X de lo que no sabemos o hemos olvidado.

viernes, octubre 20, 2006

Dulce Otoño

Llega el otoño. Y con él la tan deseada lluvia.

Por fin vuelve de nuevo la maravillosa sensación de meterse bajo el edredón, y escuchar el sonido de las hojas movidas por el viento en que cabalga la tormenta.

Adoro la llegada del clima helado.

Quizá por que fueron los últimos fríos invernales quienes acogieron mi llegada a la vida; tal vez porque fue la oscura luz de un cielo plomizo lo primero que me mostró el mundo; o puede que sea el olor de la tierra mojada que impregnaba el ambiente en el viaje hasta mi hogar.

Prefiero el vaho de las mañanas otoñales al sudor de las siestas veraniegas; el calor de las confesiones en el brasero a los cuchicheos con crema de las toallas en la playa; la tempestuosa bravura de una mar arbolada al espectáculo de un riachuelo semi-seco; la recogida calma de la ciudad bajo el paraguas a la bulliciosa nocturnidad de las terrazas; el blanco manto de las montañas nevadas a los amarillentos campos de cereales agostados; el sabor de un cafetito caliente al helado de chocolate de turno…

En los Idus de Marzo se renueva mi ciclo biológico; unos días después, el equinoccio primaveral celebra el comienzo de la nueva estación y para mi llega el momento de tejer el capullo en el que se encerrará mi alma para protegerse del implacable sol, y esperar la venida de una nueva estación de hojas muertas.

Será entonces cuando despliegue mis alas de mariposa recién nacida, y vuele entre las primeras brumas, cuando el mundo de lo desconocido abra sus puertas y le muestre a los curiosos atrevidos el camino de ida y vuelta al reino del tenebroso Hades.

sábado, octubre 14, 2006

El Saber olvidado

Conozco a una señora que es capaz sin utilizar un reloj de decirte la hora que es, con un desfase de unos minutos apenas. Ya sea de día o de noche. Y no es que tenga un poder especial, su truco es simple: observación.

Ella sabe que sus vecinos acaban de cenar sobre las diez y pico, cuando encienden la tele; que un avión pasa hacia una determinada dirección cada noche entre las once y once y media; que sus gallinas cacarean con el alba; que cuando pasa por delante de su ventana cierta paisana es la hora de apertura de las tiendas; que su gato ronronea hacia la una pidiendo su comida; que su vecino de enfrente regresa del trabajo a las tres y algo… Durante mucho tiempo ha observado día a día los pequeños detalles rutinarios y metódicos hasta aprehenderlos, hasta convertirlos en su particular contador de tiempo, hasta el punto de que ya lo hace tan inconscientemente que ni ella misma sabe cómo.

De la misma manera, observando, aprendieron nuestros antepasados a sobrevivir y evolucionar.

Mirando la naturaleza descubrieron cómo anticipar los cambios de estación, cómo interpretar las tonalidades del paisaje para elegir el mejor lugar, cómo prevenir la llegada de la lluvia, como sentir en el aire caliente o el viento helado el clima. Sabían que cuando un animal que no puede olerlos se siente nervioso es muy posible que otro depredador ande cerca; que cuando todos los animales se comportan de forma extraña un peligro inminente se acerca; que la mejor manera de escapar de un fuego es dirigirse contra el viento que empuja las llamas; que en las proximidades de un río no es prudente establecer un refugio en la época de las lluvias; que un árbol no es buen techo para una tormenta.

¿Cuántos de nosotros seriamos capaces de permanecer vivos si nos dejaran solos en medio de la nada? (y no, no me refiero a que nos abandonen en una isla repleta de cocoteros). ¿Sabríamos defendernos de las inclemencias del tiempo o del posible ataque de un animal? ¿Veríamos las señales que nos proporciona la naturaleza para usarlas en nuestro beneficio? ¿Podríamos recuperar nuestro instinto perdido?

Hoy no nos hace falta mirar la sombra del sol para llegar puntuales a una cita; no necesitamos buscar el carro nocturno que señala el norte si llevamos un GPS en el móvil; no tenemos que saber despiezar un animal, ni curtir sus pieles, ni distinguir las plantas comestibles de las venenosas, cuando tenemos supermercados de 24horas; para que vamos a preocuparnos de una insolación o congelación cuando tenemos aire acondicionado y estufas.

Sin embargo, pese a toda nuestra tecnología, se siguen produciendo incendios, inundaciones o catástrofes que no podemos o no sabemos prevenir y evitar, y que nos recuerdan que somos los animales más indefensos en nuestra desnudez, mientras nuestros ancestros se ríen a carcajadas cuando un simple corte de luz en casa nos deja sin poder hacer nada.

Y todavía hay algunos que se sorprenden cuando ven las grandes o pequeñas obras de la humanidad que han permanecido en el tiempo, dudando que los antiguos fuesen sus creadores…
¿Misterios sin resolver o Sabiduría perdida?

martes, octubre 10, 2006

¿Quien bien te quiere te hara llorar?

Seguro que conocéis y habéis visto más de una vez esos documentales de la naturaleza en los que se “analiza” el comportamiento de un animal durante un periodo de tiempo: se escoge una familia de lobos y se los sigue a todas partes tratando de adivinar a través de sus actos su esencia de especie…

Estaría curioso utilizar la misma técnica con una familia de humanos. Solo que hay un inconveniente: los humanos “disimulamos”.

Cuando mi sobrina acaba con la paciencia de su madre, o la de cualquiera que este con ella en ese momento, y gana el castigo de rigor su frase favorita es “me da igual”. Pero no, no le da igual, es su orgullo el que hace esconder sus sentimientos haciéndose la fuerte.

Ha aprendido ya la primera lección del ser humano: ponerse la armadura.

Porque eso es lo que hacemos desde el momento en que tomamos conciencia de lo tremendamente frágiles que somos. Nos dicen cuando nos está permitido llorar, o enfadarse, o reírse, o emocionarse; cuando debemos hablar y cuando callar; qué es lo políticamente correcto y lo que se considera una falta de respeto; Y nosotros, civilizados, lo hacemos. Retenemos las lágrimas o la carcajada, nos mordemos la lengua, y le decimos “que guapa estas” a la vecina aunque nos recuerde al feo de los Calatrava.

Pero no siempre resulta fácil mantener el tipo. A veces, la coraza tiene puntos débiles por los que se cuela el dolor. Y lo doloroso de verdad no es el golpe que te dan, sino la mano que te lo da, porque suele suceder que la herida viene de aquellos que mejor te conocen y supuestamente te quieren, y al dolor de la “putada” se le suma el dolor de la traición.

Es en ese momento cuando más necesitamos del consuelo de los nuestros, y es precisamente cuando mas suspicaces y furiosos nos mostramos, como fieras acorraladas dispuestas a morir matando. Y nuestra respuesta inmediata es la de reforzar el muro que nos protege, aislándonos aun más del exterior, sin darnos cuenta de que toda armadura acaba por convertirse en un arma de doble filo: rechaza los ataques si, pero al mismo tiempo impide que sintamos las caricias.

¿Merece la pena sacrificar los besos que te da la vida? ¿O tal vez deberíamos tratar de mostrarnos al desnudo, aprendiendo a encajar como inevitables los golpes del destino?

Yo lo tengo claro: no quiero perderme ni un solo roce de labios, aunque me tenga que comer mil hostias antes para sentir el placer de saborearlo.

jueves, octubre 05, 2006

¡Bendita locura!

El caballero de la triste figura, el loco por antonomasia: pensador de sueños, vencido por la realidad.

Todos tenemos un algo de Quijote en nuestro interior. Todos tenemos, o hemos tenido, una ilusión de nombre “Dulcinea” que miramos con los ojos del corazón en lugar de con los de la cara. Y todos deberíamos tener a nuestro lado un fiel escudero, que aun sabiéndonos en la luna, nos acepte y nos apoye con la fuerza del cariño nacido de la amistad.


Si Cervantes tuviese que escribir hoy en día su novela tendría una extensa gama de modelos entre los que escoger a su protagonista. Podría ser un millonario que reparte su dinero; un cantante que regala sus canciones en el metro; un periodista que busca y difunde la verdad; un banquero que concede créditos con el aval de un apretón de manos; un religioso que bendice las uniones homosexuales; un profesor que enseña lo que no está en los libros; una madre que no aborta al hijo con problemas; un político que cumple sus promesas; un medico que cura sin recetas; un funcionario que nos sonríe; un futbolista sin contrato; un historiador que cuenta la versión de los perdedores; o un fracasado que no piensa en el suicidio.

A cada uno de ellos los miraríamos como a bichos raros, parias de la sociedad, insurrectos del orden establecido. Pero debajo de esa mirada de desprecio se esconde tímidamente la punzada de la envidia, la rabia de no ser como ellos, la desazón de sentirnos atrapados en el sistema, y la pena por haber relegado al país de la nada nuestros sueños de rebelión y justicia.

Ilusiones sacrificadas en el altar del bienestar.

Don Quijote no estaba loco. Sabía perfectamente que su lanza ensartaba ovejas y no ejércitos de infieles… pero decidió que la realidad que le había tocado vivir no era la que él amaba y quiso cambiarla.

Y es que, en ocasiones, no se trata ya de saber si son gigantes o molinos, si no de revestir nuestros miedos y problemas con el disfraz contra el cual nos sentimos capaces de hacerles frente, y luchar para convertir lo que “es” en lo que quisiéramos que fuera.

Sin que nos importe en lo más mínimo que el resto de la humanidad tan solo vea a un loco lanzándose contra una pared.

lunes, octubre 02, 2006

Por las tierras de Merlin...

¿Qué sería de los humanos sin el cofre del tesoro donde guardamos los recuerdos? ¿De qué sirven los instantes vividos, los conocimientos adquiridos, los sentimientos experimentados, si una vez pasados se desvanecieran en la bruma del olvido? ¿No vale más haber vivido y poder olvidar, que carecer de algo que recordar?


Llegué sola. El temor y la ilusión galopando al unísono en mi corazón...

Una rápida decisión, tomada en una noche de insomnio, me había llevado hasta allí. Y el principio no pudo ser más desalentador: nadie me esperaba ¡se habían olvidado de mí!

Ahora me río al recordarlo, pero aquella mañana, perdida en la estación de tren de la bella ciudad de Rennes, tuve muchas cosas en que pensar, y ninguna agradable por cierto. El miedo a lo desconocido nos hace ver fantasmas donde no los hay.

Afortunadamente, el autobús de regreso a España no salía hasta dos días después. Y cuando el destino cierra tras de ti la puerta por la que entraste no queda más remedio que continuar.

Así que, armada de paciencia, rabiosa, y cansada por un viaje de veinte horas, los bretones pudieron contemplar a una españolita de metro y medio que se afanaba por arrastrar una maleta, casi tan grande como ella, por toda la estación.

Ya estoy aquí. Y ¿ahora qué? ¿Me comprenderán? ¿Los entenderé? Si alguien quiere saber lo que es el miedo escénico que se enfrente a treinta adolescentes extranjeros que te observan escudriñando cada detalle. ¡Bendita juventud que no sabe de fronteras! Sí, los quince años franceses también hablan en el idioma de los pavos...

Es curioso como uno añora la tierra cuando está lejos de ella; no tenía esta sensación cuando estaba allí, y ahora, hasta el ruido insoportable del bar bajo mi casa me parece una melodía maravillosa, comparada con el silencio abrumador de mi nueva habitación. Mi compañero de aventuras, el otro auxiliar –un joven y estirado caballero inglés- aparece y desaparece como un gato misterioso.

Pero lo he conocido a él: el que será mi aliado, mi tabla de salvación, mi amigo y casi familia durante el tiempo que pasaré aquí.

En el lycée todo empieza a marchar. He conseguido que los alumnos me sonrían por los pasillos, los profesores se apañan para hacerme sentir como una más… Ya casi pillo las frases a la primera.
La sensación de orgullo que produce ver la comprensión en los ojos del alumno es como una droga, una sobredosis de moral que te hace desear más, y te obliga a esforzarte para dar lo mejor de ti. No ha sido fácil, pero lo conseguí: por un instante he llegado a pulsar la fibra mágica de la transmisión del conocimiento.

La rutina ha aparecido: preparar las clases, limpieza de habitación, compra semanal… Tan sólo algún acontecimiento puntual, una salida turística, un nuevo personaje en escena, vienen a turbar la calma establecida.

La cocina de la maison se ha convertido en nuestro cuartel general. Conversaciones, cervezas y risas hasta altas horas. Y entre tragos, clases de pronunciación y anécdotas vamos estrechando un círculo que ya no se romperá: tres jóvenes lejos de los suyos, tres visiones del mundo cara a cara en 30m cuadrados. Y sé que aunque nunca vuelva a encontrarme con ellos, jamás se marcharán de mi vida.

Ya casi huele a Navidad.

Por las tierras de Merlin... (continuación)

Enero ha traído una blanca sorpresa. Para alguien que celebra la poca lluvia que cae durante el invierno de su tierra, la nieve es un lujo que no se pasa por alto.

Los escasos alumnos que han logrado llegar hasta el instituto juegan en el patio a lanzarse proyectiles helados, y yo los observo desde el calor de la sala de profesores, reprimiendo las ganas de unirme a ellos y comprobando, por el rabillo del ojo, que no soy la única con complejo de Peter Pan.

Hoy he visitado de nuevo el Mont Saint-Michel. (Miro en el interior del coche y no puedo evitar sonreír: un eslovaco, una china, un italiano y una española circulando juntos por las carreteras francesas…)
Una canción española dice algo así como que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”; Sería exagerado decir que en mi primera visita al Monte, fui feliz, pero lo cierto es que, aunque el lugar me sigue fascinando, no he sentido esta vez el misterioso escalofrío de aquel lejano “regalo de cumpleaños”. La memoria de los buenos recuerdos también llega a resultar dolorosa cuando te roza con la melancolía de la pérdida…

La primavera ha llegado y, paradójicamente, el comienzo de este nuevo ciclo de la vida me trae el final de mi aventura: cuando abril agote sus lluvias volveré a mi hogar.

Intento ahora apurar los días, retener los segundos, fijar un pedazo de mi vida en el corazón, lamentando cada atardecer que me dibuja más y más próxima la dolorosa despedida. Como el enfermo terminal que sabe sus horas contadas y todo lo mira pensando que será la última vez, así contemplo yo. Porque sé que aunque vuelva de nuevo, ya nada será igual: la pequeña ciudad, sus vecinos, el instituto, los profesores y quizás algún que otro alumno, continuarán allí, pero sobre ellos, como sobre mi, habrán soplado los vientos del cambio…

La crueldad del calendario solo es mitigada por la esperanza de un recibimiento, reflejado en una sonrisa infantil, que me espera al otro lado.

El equipaje hecho en un rincón, dispuesto. Me esmero en los últimos detalles para dejarlo todo como lo encontré: limpio y vacío de la presencia humana, a la espera de un nuevo inquilino que haga suya la habitación.

Las palabras del adiós con la promesa de un “seguiremos en contacto” resuenan aún en mis oídos. Promesas que serán rotas cuando la vida imponga su ritmo y nos aleje como las corrientes a los trozos de hielo desprendidos de un iceberg.

Esta vez no dejaré la ciudad en el mismo tren que me vio llegar a ella, solitaria y perdida. Mi amigo francés se ha propuesto que mi último desplazamiento por Bretaña se convierta en una pequeña excursión de despedida: una ruta por carretera que me descubre el verde primaveral de los bosques de druidas y el encanto tradicional de los pueblecitos escondidos a los turistas.

Un último café en el bar de la estación, disfrazando con conversaciones anodinas un silencio cargado de miradas de lo que no se ha dicho y nunca se dirá… Nunca me gustaron las esperas: “llámame… aquí tienes tu casa, vuelve cuando quieras… iré a verte… gracias por todo…”

Y en el arranque del autobús un beso lanzado al aire traspasa la ventanilla para clavarse en mi corazón: Un beso que resume ocho fantásticos meses, un beso en el que caben todos los amigos que dejo atrás, un beso transformado en álbum de imágenes para el recuerdo… Un dulce beso que me sabe a Bretaña y que envenenará por siempre mi alma con los paisajes y sonidos de esta hermosa tierra y sus maravillosas gentes.

La lluvia que moja las calles cuando salimos de la estación se me antoja el llanto que mis ojos intentan reprimir. Lágrimas en el exterior, lágrimas en el interior.



Y ahí está. Una muñeca de tres años que corre hacia mi, unos bracitos que rodean mi cuello, y unos besitos que empujan al fondo de mi memoria aquel otro beso, cerrando un episodio más de mi existencia. He vuelto a casa.