Hace algún tiempo escribía en este
blog sobre los peregrinos del camino de Santiago, preguntándome que sentían y
qué motivos les habrían llevado hasta allí… Hoy mis palabras nacen del otro
lado, hoy soy yo la peregrina.
Quince días de caminar, de pies
doloridos, piernas cansadas y brazos abrasados por el sol. De encuentros, pérdidas,
reencuentros y despedidas. Besos y abrazos, gratitud y la “morriña” al
regresar.
Ahora sé lo que se siente cuando
tus botas pisan las piedras del Obradoiro y te dejas caer, agotada, bajo la
sombra de las torres de la imponente Catedral: satisfacción, pena, alegría,
cansancio… una amalgama de emociones difícil de explicar. Una experiencia
inolvidable, una droga que se cuela por tus venas día a día y te hace desear
más, continuar, repetir.
A ratos, sola, a ratos en compañía,
siguiendo las huellas del que va delante, o escuchando los pasos del que viene detrás.
En el silencio aparente de los bosques,
el bullicio de los descansos, el rumor del agua y el ulular del viento, las
conversaciones de las aves.
Entre los verdes, marrones, y
azules que dibuja el paisaje a tu paso.
Hay un camino para cada
caminante, una razón, un pensamiento, una emoción.
Hay un sonido para cada oído, una postal para
cada mirada, un sentimiento para cada corazón.
Fuera del espacio y tiempo de
nuestro mundo particular, se instala la rutina diaria del caminar: el despertar
con el sol aun no nacido, cremalleras sonando, haces de luz en la oscuridad; y
un paso tras otro siguiendo la senda de amarillas flechas en busca del próximo albergue,
el deseado destino al final de la jornada; duchas, colada, cena y momentos de
relax… y la luna nos mira dormidos, en los sacos, soñando quizás con el fin de
la tierra y el merecido reposo del guerrero. Y con el nuevo día, vuelta a empezar…
En el Camino no hay país, ni religión,
ni clase social. No importa de dónde vengas, lo que eres o lo que tengas. Todos
somos “tortugas con la casa a cuesta” con un mismo objetivo: llegar hasta el
final. Nos reconocemos, nos entendemos,
nos comunicamos en una curiosa mezcolanza de gestos e idiomas, nos contamos
nuestras experiencias, nuestros anhelos, compartimos dolores, cremas e
ibuprofeno, una comida, una cerveza, un café… Historias de vidas ajenas, anécdotas,
buenos deseos de mejora y prosperidad.
El Camino marca, sin que te des
cuenta; al acabarlo todos volvemos a
nuestro universo de trabajos, familia, amigos y preocupaciones, pero ya nada es
igual, algo ha cambiado en nuestra mente, algo se queda escondido en el rincón más
profundo del alma, algo que nos enseña que pese a todas nuestras diferencias,
al fin y al cabo, no somos más que un molde de carne y huesos relleno de eso
que hemos dado en llamar “humanidad”…
De un modo u otro, todos somos
peregrinos en el Camino de la Vida, con la mochila llena, a medias o vacía,
cada cual es responsable de aquello que quiera cargar, pero al final de nuestro
peregrinaje, cuando lleguemos a nuestro “finis terrae” todos dejaremos atrás nuestro
equipaje para descansar, o caminar más
livianos, quizás, por esos otros senderos del más allá…
¡¡BUEN CAMINO!!