sábado, noviembre 25, 2006

La maté porque era mia...

Hoy es el día “contra la violencia de género”

Pasaremos por alto el absurdo detalle de tener que alegrarse o lamentar un determinado hecho, en un determinado día, de un determinado mes… como si el resto del año no tuviésemos sentimientos sobre el particular.

Ante un caso de violencia, a priori, todos reaccionamos con palabras de condena…. Y dos minutos después le espetamos al niño que “o se calla o se gana una ostia”; o le decimos al tío que ha celebrado el gol del equipo contrario que “acabaremos dándoles pal pelo”; o le soltamos un “hijo de la gran puta” al conductor del coche que nos acaba de adelantar.

Y lo terrible es que lo hacemos sin darnos cuenta.

Cuando una ve que han maltratado, o matado, a una mujer siente un torbellino de emociones: pena, miedo, ira, frustración, y el peor de todos, resignación.

Pena por el ser humano y su familia. Miedo cuando piensas que tú puedes ser también una victima. Ira contra el asesino, ladrón de vidas y dador de sufrimiento. Frustración porque nada de lo que puedas decir o hacer conseguirá que se levante del cementerio ninguna de las que ya están en el. Resignación porque comprendes que tus gritos no acallarán las palabras de odio del que maltrata, ni tus lágrimas lavarán la sangre derramada: Por mucho que nos duela, seguirá habiendo hombres que matan a sus mujeres, e incluso mujeres que maten a sus hombres.

“SUS”. Esa es la base del problema. Nuestro sentido de la posesión y nuestro egoísmo lo estructura todo entre “me pertenece/no me pertenece”. Mi ciudad, mi casa, mi PC… mi familia, mis amigos. Y cómo son de mi propiedad, hago con ellos lo que me da la gana.

Pero es que ni tu mujer, ni tu hijo, ni tu padre, ni tu amigo son “tuyos”. O lo son en la misma proporción que pueden ser hermano, tío, novio, o vecino de los otros. En otras palabras, no son de tu exclusividad, igual que tu no lo eres de la de ellos: porque no son objetos.

Cuando dejamos de usar el posesivo como un mero elemento lingüístico; cuando en lugar de recibir y aceptar, exigimos y ordenamos; cuando dejamos de entender que nuestro amigo puede ser a la vez amigo de nuestros enemigos; cuando dejamos de ver a nuestra pareja como un ser humano que se nos entrega por decisión propia; cuando, en definitiva, traspasamos la línea de nuestra libertad invadiendo la de los demás, es cuando llega la tragedia…

Y perdemos todo lo que tenemos de humanidad para convertirnos en simples y detestables animales. O peor aún...

sábado, noviembre 11, 2006

Ser y parecer

Conocéis la fábula del pastor y el lobo:

“Un joven pastor al que le gustaba gastar bromas a sus amigos; pasaba su tiempo a solas en el monte cuidando de sus ovejas y maquinando travesuras con las que sorprender a sus compañeros. Un día se le ocurrió una treta para asustar al resto de pastores; salió corriendo gritando como un loco ¡Un lobo, un lobo! Mis ovejas han sido atacadas por un lobo… Los pastores, conocedores del peligro que la presencia del depredador suponía para sus rebaños, no se lo pensaron dos veces, y abandonando sus propios animales, se armaron y se lanzaron monte arriba para dar caza al animal, guiados por el pastorcillo… Cuando llegaron al lugar, observaron atónitos como las ovejas pacían tranquilamente ajenas al alboroto. Y al girarse para interrogar al joven pastor se lo encontraron retorciéndose de risa en la hierba. Pasaron algunas semanas y todo siguió su curso. De repente, una mañana, el pastor volvió a aparecer gritando que venía el lobo; los pastores, escamados, se miraron unos a otros, pero la amenaza era demasiado seria y no podían dejarla pasar, así que nuevamente corrieron, y nuevamente cayeron en la burla. La broma se repitió un par de veces más, pues el astuto muchacho encontraba siempre la manera de engañar a los cada vez más reticentes pastores. Pero, ¡ay!, una mañana, el lobo se presentó de verdad: el jovencito realmente asustado corrió para pedir ayuda a sus vecinos y estos, hartos ya de la mentira, le dieron la espalda murmurando. El pastor lloró, pataleó, juró que esta vez era cierto, pero nadie le hizo caso… y el lobo acabó con todo su rebaño.
El joven comprendió que la mentira le había costado un alto precio, y arrepentido jamás volvió a contar un embuste.”

Todos mentimos alguna vez, por alguna circunstancia, y el que diga lo contrario ¡miente! Pero una cosa es disfrazar, ocultar o manipular un determinado hecho con un fin esporádico y otra, muy distinta, hacer de nuestra vida una sucesión de embustes para acabar transformando lo que nos rodea en un mundo ficticio donde nada es lo que se muestra.

Y el peligro, no está en que los demás se crean nuestras mentiras y la verdad acabe por salir dejándonos en evidencia; el verdadero peligro aparece cuando nosotros mismos nos las creemos, porque en ese momento perdemos la capacidad de distinguir entre realidad y ficción, y acabamos desorientados en un laberinto de apariencias del que nunca lograremos salir.

Una mentira piadosa puede traducirse como un acto de amor; quitarnos algún que otro año del DNI no deja de ser una muestra de coquetería; ponerle los cuernos al marido implica ya una voluntad deliberada en ocultar una verdad; reinventarte a ti mismo como la persona que no eres, atribuyéndote cualidades, conocimientos o características que no posees, revela la medida de tu autoestima y el miedo que le tienes al espejo.

Nadie es perfecto, no nacemos sabiendo, no existe una fórmula de la felicidad total, un elixir de la juventud, una belleza absoluta, o un poder atemporal: todos poseemos o carecemos de los mismos atributos humanos en mayor o menor medida. ¿Por qué entonces tenemos tanto miedo de ser como somos? ¿Qué nos hace desear lo que tienen los otros y despreciar lo nuestro?

Quizás sea la aceptación implícita de que la preeminencia de esas cualidades no depende de ellas mismas, sino del valor que les otorgamos en la sociedad: un valor que nosotros hemos asignado y por el cual aquellos que poseen los primeros atributos de la lista son los que triunfan.

El problema se presenta cuando nos fijamos en que no siempre la escala de valores individual coincide con la social.

Y ahí esta el dilema: ¿caminar vestidos con nuestros principios, enfrentándonos al posible rechazo e indiferencia, o vestirnos con el traje de la mentira para llegar hasta el altar del escurridizo éxito social?

domingo, noviembre 05, 2006

La Pared de la Cueva

La verja debería haber estado cerrada. Siempre lo estaba desde que el equipo de expertos decidió que el tesoro arqueológico que allí se guardaba era digno de protegerse. ¿Dónde estaba el guarda?

Sabía que no debía entrar. Si la encontraban allí se comería un buen marrón… Pero sentía en su interior que algo no iba bien y, después de todo, ella no era una visitante cualquiera: se trataba de su cueva. La conocía desde pequeña; había contemplado su entrada cientos de veces, cuando la monotonía de sus tardes escolares la empujaba a volver la mirada hacia la ventana que custodiaba su pupitre. Y, por supuesto, conocía su interior: las visitas al público se suspendieron mucho después de aquella excursión con su clase… Aún recordaba el moratón que se ganó por no estar atenta a las indicaciones de la profesora. Y sentía, como si hubiese sido ayer, la emoción que la embargó cuando el peso de la profundidad cayó sobre ella, al saberse bajo tierra. Ahora podía oler, asomada a la puerta de metal negro, el mismo “perfume” a tierra mojada, vejez y quietud que sintió aquel día.

“Echaré un vistazo solo a la primera sala…” ¿Qué fue eso? No era posible, aquello había sido un sueño de niña asustada, una invención nacida del miedo y su desbocada imaginación. Y sin embargo, ahí estaba de nuevo, treinta años después…

- “Se está despertando señor” – “Dadle otra dosis. Aún nos queda mucho para llegar a la ciudad interior” –“No entiendo porqué nos la llevamos. No nos ha visto ¿verdad?” –“Tal vez si, tal vez no… Pero no podemos permitirnos la duda. Y de todas formas, su destino ya fue decidido hace años, cuando su curiosidad infantil la llevó a fijarse en la pared de la cueva donde aquél día me escondía yo. No hay discusión: nunca volverá a ver la luz del sol…”