viernes, mayo 26, 2006

En el corazon I

Hace ya mucho tiempo, en una lejana época en la que el Olimpo se alzaba majestuoso sobre la Hélade, y Zeus soberano reinaba sobre dioses y mortales, existía, al suroeste de la Arcadia, una remota isla conocida con el nombre de Atlántida, gobernada por un rey cuyo nombre era Kairós.

Los habitantes de la pequeña isla estaban orgullosos de su rey, un hombre recto y temeroso de los dioses que cumplía la ley y veneraba a las divinidades ofreciéndoles los debidos sacrificios. Y no sólo sus súbditos lo honraban: muchos extranjeros conocían y visitaban su reino, pues de todos era sabida su excelente hospitalidad.

Pero a pesar de tener el amor de los suyos, la existencia del buen rey no era feliz; como si de un castigo cruel se tratase las divinidades del Erebo se habían cebado en él: tres veces había tomado esposa de entre las mujeres de su país, tres veces habían sido éstas agraciadas con la siembra de Demeter, y tres veces Thánatos se las había arrebatado, así como a los hijos, para llevárselos a los dominios de Hades.

Así pues, el soberano había decidido vivir sin amor... y de esta forma transcurría la vida para él.
Un día, paseando por uno de los bosques cercanos a su palacio –única distracción que le entregaba un poco de felicidad -, observó en una fuente a una joven pastora que trataba de abrevar agua para su ganado, pero no era capaz, ya que la piedra que tapaba el pozo era demasiado pesada para ella; Kairós se acercó a ayudarla, la joven, al sentir sus pasos, se volvió, sus miradas se cruzaron... y el juguetón Eros disparó sobre ellos sus flechas dejándolos a ambos heridos de amor.

Volvió el rey a su palacio sin poder olvidar a Xaira, que así se llamaba la pastora, pues tan hermosa era que nada tenía que envidiar a la bella Helena -por quien aqueos y troyanos perdieron a sus valientes héroes, Aquiles y Hector -, y no resistió la tentación de regresar el día siguiente al bosque para ver de nuevo a su enamorada.

Desde que Eos aparecía y hasta que el carro de Helios se ocultaba para dejar paso a Selene se podía ver a la pareja regocijándose en su amor. Pero Kairós, pese a amar a la doncella más que a ninguna de sus anteriores mujeres no se atrevía a hacerla su esposa, por temor de perderla también... Y ocurrió que Afrodita, enterada de la fatal suerte de la pareja por la ninfa de la fuente testigo de su amor, se apiadó de ellos y le pidió a Zeus que fijase su mirada en la pequeña isla. El padre de los dioses comprendió entonces la injusticia que se había cometido con Kairós, porque ocupado con las trifulcas y reyertas de dioses y mortales, había dejado de lado a aquél que tan dignamente le había venerado, y para reparar en lo posible la falta concedió al atribulado rey la bendición de su nuevo matrimonio, bendición a la que se unió su esposa Hera, y le otorgó además el privilegio de acoger como su protegido al primer retoño que les naciera.

Se celebraron las bodas, a las que asistieron un gran número de invitados: Agamenón y Menelao, Odiseo y su hijo Telémaco, Hector y París, Teseo y Piritoo, y muchos más representantes de todas las regiones de la Hélade.

Y poco tiempo después los habitantes de Atlántida escucharon el llanto de un pequeño príncipe al que pusieron por nombre Kamús; tal y como había prometido Zeus lo apadrinó y ordenó a los dioses que honrasen al pequeño como se merecía; una por una las divinidades olímpicas fueron entregando sus regalos y, al igual que Pandora, la primera mujer modelada por los dioses, así Kamús fue recibiendo diversos presentes: Atenea le ofreció el don de la inteligencia; Ares el coraje guerrero; Dionisos la fecundidad; Artemis la habilidad para cazar; Apolo la puntería con el arco... Pero no todos los regalos fueron positivos, Poseidón, enojado con la reina Xaira por haberle rechazado, sembró en le corazón del niño, con ayuda de Eris –la discordia- la soberbia y la arrogancia.

Y pasó por dieciocho veces la estación en que la nieve cubre por completo a Gea, y dieciocho fueron las visitas que Perséfone hizo a su madre Demeter... Kairós se había convertido en un apacible anciano de barba blanca que observaba cómo los dones recibidos en su nacimiento se manifestaban en su heredero: Karús era ahora un jovencito hermoso, tan veloz en la carrera que habría podido vencer Atalanta, tan diestro en las peleas como Pólux, fuerte como Heracles y astuto como Hermes; pero era también orgulloso, como aquella Niobe transformada en piedra por haber injuriado a Leto. El anciano rey lo sabía, al igual que los mismos súbditos de la Atlántida que habían sufrido en sus carnes los desplantes del príncipe, y también Zeus que había seguido de cerca su crecimiento.

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