lunes, octubre 02, 2006

Por las tierras de Merlin...

¿Qué sería de los humanos sin el cofre del tesoro donde guardamos los recuerdos? ¿De qué sirven los instantes vividos, los conocimientos adquiridos, los sentimientos experimentados, si una vez pasados se desvanecieran en la bruma del olvido? ¿No vale más haber vivido y poder olvidar, que carecer de algo que recordar?


Llegué sola. El temor y la ilusión galopando al unísono en mi corazón...

Una rápida decisión, tomada en una noche de insomnio, me había llevado hasta allí. Y el principio no pudo ser más desalentador: nadie me esperaba ¡se habían olvidado de mí!

Ahora me río al recordarlo, pero aquella mañana, perdida en la estación de tren de la bella ciudad de Rennes, tuve muchas cosas en que pensar, y ninguna agradable por cierto. El miedo a lo desconocido nos hace ver fantasmas donde no los hay.

Afortunadamente, el autobús de regreso a España no salía hasta dos días después. Y cuando el destino cierra tras de ti la puerta por la que entraste no queda más remedio que continuar.

Así que, armada de paciencia, rabiosa, y cansada por un viaje de veinte horas, los bretones pudieron contemplar a una españolita de metro y medio que se afanaba por arrastrar una maleta, casi tan grande como ella, por toda la estación.

Ya estoy aquí. Y ¿ahora qué? ¿Me comprenderán? ¿Los entenderé? Si alguien quiere saber lo que es el miedo escénico que se enfrente a treinta adolescentes extranjeros que te observan escudriñando cada detalle. ¡Bendita juventud que no sabe de fronteras! Sí, los quince años franceses también hablan en el idioma de los pavos...

Es curioso como uno añora la tierra cuando está lejos de ella; no tenía esta sensación cuando estaba allí, y ahora, hasta el ruido insoportable del bar bajo mi casa me parece una melodía maravillosa, comparada con el silencio abrumador de mi nueva habitación. Mi compañero de aventuras, el otro auxiliar –un joven y estirado caballero inglés- aparece y desaparece como un gato misterioso.

Pero lo he conocido a él: el que será mi aliado, mi tabla de salvación, mi amigo y casi familia durante el tiempo que pasaré aquí.

En el lycée todo empieza a marchar. He conseguido que los alumnos me sonrían por los pasillos, los profesores se apañan para hacerme sentir como una más… Ya casi pillo las frases a la primera.
La sensación de orgullo que produce ver la comprensión en los ojos del alumno es como una droga, una sobredosis de moral que te hace desear más, y te obliga a esforzarte para dar lo mejor de ti. No ha sido fácil, pero lo conseguí: por un instante he llegado a pulsar la fibra mágica de la transmisión del conocimiento.

La rutina ha aparecido: preparar las clases, limpieza de habitación, compra semanal… Tan sólo algún acontecimiento puntual, una salida turística, un nuevo personaje en escena, vienen a turbar la calma establecida.

La cocina de la maison se ha convertido en nuestro cuartel general. Conversaciones, cervezas y risas hasta altas horas. Y entre tragos, clases de pronunciación y anécdotas vamos estrechando un círculo que ya no se romperá: tres jóvenes lejos de los suyos, tres visiones del mundo cara a cara en 30m cuadrados. Y sé que aunque nunca vuelva a encontrarme con ellos, jamás se marcharán de mi vida.

Ya casi huele a Navidad.

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